Por todos es conocido que Alexander Fleming descubrió, con la ayuda de la serendipia, la penicilina, mas tal vez no es tan popular que fueron 2 científicos de la universidad de Oxford -Howard Florey y Ernst Chain- los que atisbaron su empleo terapéutico en humanos. Corría entonces el año mil novecientos cuarenta y uno.
El primer paciente que recibió una dosis de aquel “milagro” farmacéutico fue un agente de policía inglés llamado Albert Alexander. Por desgracia, y a pesar de que la contestación clínica inicial fue muy conveniente,
murió al quinto día de la hospitalización al no contar con de más cantidad de antibiótico
purificado para llenar el tratamiento.
Los estudiosos ingleses habían consumido en tan solo 4 días toda la producción de un año. No obstante, y esta era la buena nueva, no parecía haber ninguna duda de que los resultados clínicos eran realmente espectaculares.
La ayuda de Norteamérica
Con Alemania bombardeado incesantemente el R. Unido era imposible hacer en frente de la fabricación, con lo que en el verano de aquel año los científicos ingleses cruzaron el Atlántico en pos de ayuda económica y científica.
Unos meses después, ordenados por la división de investigación del Departamento de Agricultura de los USA, fueron capaces de tratar de manera exitosa al primer paciente de Norteamérica. La sintomatología infecciosa remitió y pudo volver a su domicilio. No obstante, con tan solo un tratamiento agotaron la mitad de la producción conseguida hasta ese instante.
La manufactura de este antibiótico era sumamente difícil, se efectuaba artesanalmente y requería bastante tiempo, del que no se disponía en aquellos instantes, para conseguir mínimas cantidades.
Fue entonces cuando los estudiosos se lanzaron a la busca de un moho diferente, que dejase generar la penicilina a gran escala. Lo procuraron sin éxito con diferentes frutas en descomposición, con carne, queso, pan…
Mary la mohosa
Fue en esos instantes de inseguridad cuando apareció la figura de Mary Hunt, una de las asistentes del laboratorio. Esta científica halló en un mercado local de Peoria (Illinois, E.U.) un melón cantalupo amarillento con gran cantidad de moho en su cascarilla. No vaciló en adquirirlo y llevarlo al laboratorio.
Aquella cucurbitácea resultó ser un auténtico filón de una cepa de Penicilinum chrysogenum y su descubrimiento supuso un punto de cambio en las enfermedades infecciosas. La cepa generaba doscientas veces más antibiótico que el Penicilinum notatum descubierto por Alexander Fleming.
La penicilina mutante de Normandía
En un laboratorio neoyorquino sometieron el melón a radiación ultravioleta induciéndole diferentes mutaciones y consiguiendo una cepa famosa como Q-ciento setenta y seis, con la que la producción de penicilina se multiplicó por mil.
A fin de que nos hagamos una idea del cambio de escenario vaya por delante un dato. En la primera mitad de mil novecientos cuarenta y tres las compañías farmacéuticas estadounidenses lograron generar cuatrocientos millones de unidades de penicilina, mas en la segunda mitad la cantidad se elevó hasta lograr las veinte millones.
Cuando llegó el día D –el desembarco de Normandía- ya se podían conseguir cien millones de unidades por mes, una cantidad que logró salvar la vida de miles y miles de combatientes. Jamás vamos a poder estar suficientemente agradecidos lo que aquel equipo multidisciplinar de científicos hizo por la humanidad.
Pedro Gargantilla es médico internista del Centro de salud de El Escorial (la capital española) y autor de múltiples libros de divulgación
.