Hace trescientos años, 9 especies humanas poblaron la Tierra. Ahora solo queda una. Los neandertales (Homo neanderthalensis) eran unos cazadores robustos (aunque su altura era más bien prudente) amoldados a las heladas estepas europeas. Los denisovanos, que tenían una angosta relación con el hombre de Neandertal, habitaban Asia. Por su lado, las 2 especies más primitivas, el Homo erectus y el Homo rhodesiensis, ocupaban el territorio pertinente a Indonesia y a África Central, respectivamente.
Al lado de estas convivieron otras especies de pequeño tamaño y cerebro de dimensiones reducidas: el Homo naledi, que habitaba en lo que ahora es Sudáfrica; el Homo luzonensis, en Filipinas; el Homo floresiensis (llamado «hobbit»), en Indonesia; y el enigmático Hombre del corzo colorado, en China. A juzgar por la velocidad con la que descubrimos nuevas especies, probablemente haya otras aguardando a ser halladas.
Hace unos diez.000 años, ninguna de ellas existía. La desaparición de todas y cada una estas especies semeja una extinción masiva, mas no está motivada por ningún desastre medioambiental aparente, como podrían ser una erupción volcánica, el cambio climático o bien el impacto de un asteroide. En verdad, los procesos temporales de las extinciones señalan que fueron ocasionadas por la proliferación de una nueva especie evolucionada hace entre doscientos sesenta y trescientos cincuenta años en el sur de África: el Homo sapiens.
La expansión de los humanos modernos alén del continente africano ha provocado la sexta extinción masiva, un evento que lleva ocurriendo desde hace más de cuarenta años y que entiende desde la desaparición de los mamíferos glaciares hasta la destrucción de los bosques ya en la actualidad. No obstante, ¿cabe la posibilidad de que las primeras víctimas fuesen otros humanos?
Somos una especie impresionantemente perjudicial. Cazamos mastodontes lanudos, perezosos terrestres y moas hasta su extinción y destrozamos llanuras y bosques para desarrollar una actividad agrícola con la que hemos cambiado más de la mitad de la superficie terrestre. Como es natural, hemos perturbado el tiempo del planeta. Mas, sobre todas y cada una de las cosas, somos peligrosos para otras poblaciones humanas, puesto que rivalizamos por los recursos y el terreno.
Desde la destrucción de Cartago por la parte del Imperio romano hasta la conquista del Oeste americano, pasando por la colonización británica de Australia, la historia está infestada de ejemplos de pueblos en guerra que desplazan y suprimen del territorio a otros conjuntos. No hace mucho se han llevado a cabo genocidios y limpiezas étnicas en Bosnia, Ruanda, Irak, Darfur y Birmania. Tal y como si del lenguaje o bien del empleo de las herramientas se tratara, podría decirse que la capacidad y la tendencia a emplear el genocidio como un recurso más es parte integrante de forma inherente y también instintiva de la naturaleza humana.
Los más optimistas describen a los primeros cazadores-colectores como pacíficos y nobles salvajes y aseveran que es nuestra cultura y no nuestra naturaleza la que produce violencia. No obstante, los trabajos de campo efectuados, los relatos históricos y la arqueología prueban que, en las etnias primitivas, los enfrentamientos eran intensos, invasivos y mortales. Las armas elaboradas por los neolíticos, entre aquéllas que se hallaban bates, lanzas, hachas y arcos, eran sumamente eficaces siendo conjuntadas con tácticas de guerrilla que entendían batidas y emboscadas. En esas sociedades la violencia era la primordial causa de mortalidad, con guerras que provocaron un número de víctimas por persona mayor que la Primera y la Segunda Guerra Mundial.
Los huesos y las herramientas viejas encontrados revelan que esta forma de violencia tiene su origen mucho ya antes. El de Norteamérica Hombre de Kennewick, de nueve mil años de antigüedad, tiene la punta de una lanza clavada en su pelvis. Nataruk, un espacio arqueológico de diez cero años de antigüedad ubicado en Kenia, documenta la matanza brutal de por lo menos veintisiete hombres, mujeres y pequeños.
Resulta poco probable que el resto especies humanas fuesen considerablemente más pacíficas. La violencia colaborativa desarrollada por los chimpancés machos sugiere que la guerra antecede a la evolución humana. Los esqueletos de los neandertales exhiben patrones de traumatismos que coinciden con los métodos empleados en la guerra. Sin embargo, posiblemente armas más elaboradas diesen al Homo sapiens una superioridad militar, puesto que todo señala que contaban entre su arsenal con proyectiles como jabalinas, propulsores, bumeranes y garrotes.
La sofisticación de la cultura y las armas asistieron a lograr más plantas y animales que sirvieron como sustento a tribus poco a poco más extensas, lo que concedió a nuestra especie una estratégica ventaja numérica.
El arma terminante
No obstante, las pinturas rupestres, las tallas y los instrumentos apuntan cara algo considerablemente más peligroso: una compleja capacidad de comunicación y pensamiento abstracto. La destreza para colaborar, planear, realizar estrategias, manipular y mentir podría ser el arma terminante inventada por el hombre.
Al estar incompleto, el fichero fósil no basta para probar esta teoría. En todo caso, en el continente europeo, el único sitio que tiene un historial arqueológico parcialmente completo, los fósiles dejan claro que los neandertales desaparecieron tras convivir miles y miles de años con nosotros. El indicio de ADN neandertal hallado en individuos euroasiáticos prueba que no los reemplazamos tras su extinción, sino nos conocimos y establecimos nudos entre nosotros.
En otros lugares, el ADN certifica otros encuentros con humanos prehistóricos. Conjuntos poblacionales del este de Asia, la Polinesia y Australia tienen ADN de los denisovanos, al paso que se ha descubierto ADN de otra especie (Homo erectus, probablemente) en numerosas personas asiáticas. Ciertos genomas africanos muestran un indicio de ADN de otra especie anticuada. El hecho de que nos cruzásemos con estas especies patentiza que desaparecieron tras su encuentro con la nuestra.
Mas ¿por qué razón desearían nuestros antepasados terminar con sus semejantes dando sitio a una extinción masiva o bien, quizás mejor dicho, a un genocidio masivo?
La contestación está en el desarrollo de la población. Los humanos nos reproducimos de forma exponencial, como todas y cada una de las especies. Al hacerlo sin limitaciones de ningún género, cada veinticinco años, históricamente, duplicamos la cantidad de habitantes del planeta y, cuando nos transformamos en cazadores colaborativos, terminamos con nuestros predadores. Sin otra especie que controlase las cantidades de humanos y con una intrascendente planificación familiar, y pese a los matrimonios tardíos y los infanticidios, las poblaciones se multiplicaron y explotaron los recursos libres.
Un desarrollo todavía más elevado o bien, quizás, la escasez de comida provocada por las sequías, la crueldad de los inviernos o bien por la cosecha excesiva, condujeron inevitablemente al enfrentamiento entre tribus por hacerse con los territorios clave para la obtención de comestibles. La guerra se transformó en una forma, quizás la más esencial, de supervisar el aumento poblacional.
La supresión del resto especies a manos de la nuestra no fue, seguramente, fruto de un esmero planeado y ordenado como el que podemos observar en las civilizaciones, sino más bien una guerra de desgaste. El resultado, en cualquier caso, fue igualmente concluyentes. Batida a batida, emboscada a emboscada, val a val, los humanos modernos han minado a sus oponentes y se han apropiado de sus territorios.
Pese a todo, los neandertales se resistieron a lo largo de miles y miles de años a la extinción. Esto se debe, en parte, a que los primeros Homo sapiens carecían de los recursos de los que disfrutaban las civilizaciones que les sucedieron: eran mayores en número, tenían conocimientos agrícolas, y epidemias como la viruela, la gripe y el sarampión resultaban asoladoras para sus contrincantes. Mas, si bien los neandertales perdieron la guerra, el hecho de que se aferraran a la vida en la Tierra a lo largo de tanto tiempo señala que lucharon y ganaron no pocas batallas contra nosotros, con lo que su nivel de inteligencia había de ser afín al nuestro.
Hoy día, observamos las estrellas y nos preguntamos si estamos solos en el cosmos. La fantasía y la ciencia ficción nos dejan imaginar un planeta en el que pudiésemos conocer especies inteligentes, como , mas diferentes a nosotros. Resulta desolador meditar que una vez las conocimos y que, exactamente de ahí que, desaparecieron.
Nick Longrich es titular de Paleontología y Biología evolutiva en la Universidad de Bath.
Este artículo fue publicado originalmente en inglés en The Conversation.